17/01/2020 Gerard Ribé

No pasa nada

Una tarde de Invierno estábamos Nora y yo recogidos en casa. Ella entonces tenía tres años. Como cada tarde le preparaba su Colacao que tanto le gustaba. Estaba sentada en la alfombra negra de Ikea que tengo colocada debajo de la mesa de centro, dibujando un gran “Papá” de colorines que quedaría postrado en el frente blanco de nuestra nevera.

Le dí la merienda y al poco rato, cayó el vaso al suelo. Me giré, lo ví, lo limpié y dije un “Nora ve con cuidado, cariño” e hice un nuevo Colacao. El segundo duró menos tiempo que el primero. ¿Era posible que cayera dos veces seguidas un vaso de leche con Cacao al suelo? Aprendí la respuesta. Me sostuve, me contuve y respiré hondo. Poco a poco, mi vena carótida fue recuperando su tamaño natural. Hice el tercer y último intento. Le ofrecí a Nora un nuevo vaso lleno, con todo el amor que un padre puede tener a su hija y orgulloso de haber obrado con suficiente paciencia.

Seguí con mis cosas, y escuché el ruido tenebroso de un vaso roto cuando impacta con el suelo. No pude mas, tres vasos en el suelo en menos de diez minutos, la alfombra era un charco, me invadió el infierno entero en el cuerpo, y de mi boca asomaba Lucifer.

Caminé hacia ella, determinante, imponente y sin vacilar. Ella era consciente de todo lo que iba a ocurrir sin que hubiera sucedido. La miré, y antes de que pudiera empezar a gritar sin dominio, ella clavó sus ojos en los míos, y dijo:

“Papa, no passa res.”

Ahí lo entendí todo. Ella aceptaba lo ocurrido como un suceso natural de la vida. Yo en cambio, me resistía a aceptar lo sucedido porque me habían enseñado que esas cosas no pueden ocurrir. No aceptaba experimentar esa experiencia tal cual era porque lo que consideraba que era lo correcto creaba resistencia con lo que realmente había sucedido. Yo enjuiciaba el momento. Ella se disponía a vivirlo.